Un nombre que viaja desde la mitología hasta la maternidad, desde los versos antiguos hasta los barrios vivos del siglo XXI.
Alejandra es palabra que cuida, rompe el silencio, y se escribe con la letra firme de quien ha aprendido a resistir.
Por Ehab Soltan
Hoylunes – La niña del vestido rojo y los ojos que observaban todo dicen que no hay dos historias iguales… pero sí muchos nombres que arrastran siglos de caminos, gestas, heridas, canciones. En esta sección, HoyLunes rescata el origen de cada nombre, recorre sus raíces y celebra a quienes lo han llevado hasta el presente. Porque un nombre es una memoria viva.
Recuerdo a Alejandra en una estación de tren, con una maleta pequeña y los hombros rectos como quien ha decidido no temer al mundo. Era otoño. Tenía el pelo recogido y los labios manchados de poesía. “Mi madre se llamaba igual”, me dijo, y esa frase abrió una grieta de siglos en mi memoria.
Desde entonces, siempre que escucho el nombre Alejandra, me acuerdo de alguien que cuida, que escucha, que aguanta las embestidas sin bajar la mirada. No son las espadas su escudo, sino la fuerza serena de quien transforma la herida en voz. Hay nombres que nacen para proteger. Alejandra es uno de ellos.
Alejandra viene del griego «Alexandros»: «alexein» (proteger, defender) y «aner» (hombre). Así, «la que protege a los hombres». Pero esta etimología, tan bélica en apariencia, ha sido reescrita una y otra vez por mujeres que no necesitaban armaduras para defender. Alejandra es nombre de estrategia suave, de paciencia brava, de ternura aguerrida. Su historia no se escribe con lanzas, sino con manos que sostienen, que salvan, que dibujan futuros.
Fue nombre de emperatrices y mártires, como Santa Alejandra de Roma, que eligió morir antes que negar su fe. Pero también ha sido nombre de madres que cruzan fronteras, de médicas que curan sin horario, de escritoras silenciadas que dejaron su alma en cada renglón.
Alejandras en la historia: las que dijeron “sí” cuando el mundo esperaba un “no”
Alejandra Kollontái, la feminista revolucionaria que habló de amor libre en la Rusia de Lenin. Alejandra Pizarnik, la poeta argentina que tejió con su propia oscuridad versos que aún estremecen. Alejandra Soler, la maestra valenciana que dedicó su vida a enseñar incluso en campos de refugiados.
Ellas, y tantas otras que nunca aparecieron en los libros, han hecho de Alejandra una palabra de resistencia suave, de sabiduría heredada, de memoria viva.
Hoy Alejandra camina por todas partes. Hay una que canta flamenco en Jerez y otra que pinta grafitis con mensajes de igualdad en las calles de Zaragoza. En Granada, una guía turística llamada Alejandra recita versos de Lorca frente a viajeros sorprendidos. En Valladolid, una joven arquitecta con ese nombre está restaurando una iglesia del siglo XIII sin perder de vista la sostenibilidad.
Los nombres habitan lugares: «la Biblioteca Alejandrina en Egipto», heredera de la mítica Alejandría, guarda manuscritos del alma humana. Y en España, cada Alejandra sigue escribiendo su propio capítulo cultural: desde festivales hasta ferias, desde aulas hasta bodegas.
¿Dónde puede encontrarse hoy Alejandra? En el teatro. En un libro de poemas. En una profesora que enseña historia con lágrimas en los ojos. En un viaje a Toledo, donde el pasado se escucha mejor si te lo cuenta alguien que se llama Alejandra.
Alejandra es un nombre que no grita, pero que permanece. No golpea, pero transforma. Las mujeres que lo llevan suelen ser más fuertes de lo que imaginan y más necesarias de lo que el mundo se atreve a reconocer.
El nombre Alejandra es un pacto con el mañana: una promesa de cuidado, de lucha justa, de belleza sin ornamentos. Es una flor que crece entre ruinas. Una luz encendida en medio del polvo. Una palabra que dice: «yo estoy aquí, y contigo, todo es posible».
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